Johnny tiene enfrente suya su
última copa, la ha conseguido no sin esfuerzo, pues la camarera no quería
servírselo dado su estado en general y el de su bolsillo en particular; pero
como antes estuvo flirteando con ella le ha caído en gracia y le invita a esta
última. Johnny mira fijamente la copa, saborea el momento, sabe que el trago sólo será un instante,
y, luego, luego otra vez la desesperación. Alarga el momento, cada instante es
ahora valioso porque espera Al Gran Instante: el de la felicidad.
Se lo bebe de un trago, y tras un
momento de regocijo su cabeza cae rendida a la barra. Hay un silencio. Y, con
los ojos aún cerrados, Johnny le susurra a la madera en un tono apenas
perceptible:
Nómada escurridiza
Delicia ingesta
Promesa imberbe
Señorita traviesa.
¡Felicidad! Tan mortal
¡Felicidad! Tan mortal
como los cuerpos
sobre los que se posa.
La camarera, compasiva, le pregunta por qué él, un chico tan joven, se destruyó a sí mismo con tanta indiferencia. Ante lo cual, Johnny se levanta, la mira fijamente
y, aunque tambaleándose un poco a los lados, la contesta con una fuerza
impensable para semejante escombro etílico:
Estoy casi muerto, no siento nada.
¿Quién pudiera sentirse nacer o desfallecer ante algún fatalismo impuesto por
la azarosa voluntad de la casualidad? Beber me mata el aburrimiento. Qué importa si bueno o malo, Sentir, sólo pido eso; sentir. Para poder vivir,
aunque sea vivir mi muerte, siempre será mejor que tan sólo esperarla, si más,
sentado en el trabajo o en casa. ¡Eso es! ¡Que pague la cuenta de mi vida –si
es que la hay- la muerte! No dejaré que me asuste mi propio fantasma. Y,
viviré, mejor dicho, sentiré; aunque sólo sea por un instante, toda la vida lo
es.
Tras decir eso, Johnny salió del bar
ante la atónita mirada de la gente. Nunca volvieron a verle por el pueblo. Encontraron
su ropa por el pantano. Nadie sabe lo que le paso.