Salgo del bar
con el delantal todavía en la mano. En cuatro pasos estoy en la entrada de mi
casa. Mi trabajo está en el número 116 y yo vivo en el 114. La entrada
principal no es para mí, en lugar de una primera puerta de cristal que da paso
a una alfombra y un paragüero, mi puerta está situada a la derecha de la
fachada, es de madera y la pintura se cae por las constantes lluvias
torrenciales. Cuando la abro saludo a mi cubo de basura y a las moscas que lo
rodean. Camino cuatro pasos con apenas espacio entre la pared del bar y la pared
de la casa. En el lateral izquierdo está mi entrada. Hay un pequeño escalón con
una alfombra de alambre más grande que éste y que cuando la piso se eleva
haciéndome perder el equilibrio, entonces toco la pared de mi trabajo y me
llevo alguna araña o gravilla que se desprende. El marco de mi puerta es una
tubería que termina en un agujero en el suelo por donde sale la mierda de los
desagües. El ritual es siempre el mismo: meto la llave, espanto las moscas y
entro lo más deprisa que puedo para que no entre ninguna.
El olor de mi
hogar consiste en tabaco rancio y trapos de cocina rancios. Los tengo colgando
de los asideros del armario encima del fregadero y nunca terminan de secarse, a pesar de que
lavo mis cuatro platos una vez a la semana; el resto de días como encima de
restos de comida o de restos de papel higiénico que se quedan pegados al
intentar quitar las migajas.
En cuatro
pasos llego a mi cama, una cama de dos pasos de ancho y dos pasos de largo.
Demasiado grande para mí, ya que no suelo tener compañía muy a menudo. Y en
cuatro pasos estoy en la ducha del baño. Cada vez que me quiero duchar tiro de
una cuerda que avisa a los que viven en la casa principal, entonces saben que
cuando abren el grifo me quitan el agua caliente y eso hace que lo disfruten
aún más. Cada vez que me ducho y tiro de esa mierda de cuerda siento que estoy
pidiéndoles un favor, así que hace tiempo que dejé de disfrutar de ese
relajante rato. La luz natural entra por un ventanal que da a la fachada de la
casa. No lo puedo abrir, así que no tengo ventilación y ya he hablado de las
moscas de mi puerta. Tampoco entra luz natural porque no corro las cortinas.
Prefiero estar a oscuras a que me vea todo dios que pasa por la calle y más
cuando los que pasan son los clientes a los que recojo los vasos cuando van a
beber al bar.
Abro una lata
de cerveza, tacho el día en el calendario, aunque sean las seis de la mañana y
aún queden muchas horas para el día siguiente. Enciendo la radio, siempre en la
misma emisora, clásicos de los sesenta, setenta y ochenta; me sé todas las
canciones. Pongo la banqueta delante del espejo del armario y me emborracho
mirándome, luego hablando.
Mi cama está
al lado, pero estoy tan borracha que doy cuatro pasos hasta llegar a ella.
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