Ni un alma en la calle.
Vacía. Me quiero ir de aquí. La ventana no se puede abrir más y este aire me
vuelve en ráfagas de humo. Tengo que fumar más rápido.
Mientras, él me seguía
hablando aun a sabiendas de que no le escuchaba; hacía un rato que no me
importaba una mierda lo que tuviera que decirme y sus palabras sólo me llegaban
como un aullido que me alteraba bastante. Y no tenía más tabaco. Por fin dejó
de hablar y se hizo un poco de silencio. ¿Alguna cosa más?
Vi cómo se le hinchaban las
venas del cuello, se empezó a poner rojo como una fresa y, cogiendo una larga bocanada de aire,
me dijo: “¿Tienes un cigarrillo?”. No, este era el último. ¡Qué se joda! Nunca
pensé que me alegraría de no tener tabaco. Acababa de lanzar por la ventana mi
consumida colilla. Tenía la boca seca y necesitaba un café. El inútil ese no
había movido un dedo en días y me venía a contar sus rollos de paranoico,
conteniéndose los insultos y sentándose encima de las manos para no
levantármelas. Cobarde de mierda. Si no hubiera sido por lo cansada que estaba
tras varias noches sin dormir, ni parar de beber, poco hubiera permanecido en
la mesa un bonito cuchillo de carnicero con manchas amarillentas y resecas que me pedía a gritos: “clávame”
“clávame”.
Nos quedamos mirándonos
fijamente. Le odiaba. Al fin, volví a mirar a la calle y había terminado de
amanecer. ¿Puedo irme ya? “Sí claro. Vete a tu puta casa, pero esta vez, no vuelvas”.
Me largué sin decir una
palabra. ¡Que se pudra!
A los pocos días me
encontraba de nuevo sollozando en su puerta. Me recibió con una pícara sonrisa
de complicidad. En la nevera había latas frías. Él ya lo sabía y yo también. Y
también sabíamos que, otra vez, me iría de su casa sin decir adiós.
No hay comentarios:
Publicar un comentario