Eran casi las ocho y media de
la noche. ¿A qué hora había llegado a casa? ¿cuánto tiempo había dormido?
Estaba tumbado, mirando al techo y me sentía diminuto sobre aquella cama, que
olía con resentimiento a alcohol y humo, mientras intentaba ordenar los sucesos
de la pasada fiesta. Sabía lo que me esperaba: una puta noche de domingo, una
de esas, de las de cada domingo. Me esperaba quedarme sobre la cama o en el
sofá, sintiéndome una mierda, pensando demasiado, sin saber por qué coño se me
humedecen los ojos. Quizá sería porque anoche nada salió del todo bien, quizá
porque fue demasiado divertido, o porque había vuelto a cagarla con alguien que
no la cagaría conmigo; quizá sería porque cada vez me cuesta más parar de beber
a tiempo o a lo mejor era por no ser capaz de recordar nada de lo que pasó en
aquel garito o porque recordaba lo hija de puta que fue esa chica conmigo, o lo
hijo de puta que fui yo con ella. Mierda, me esperaba una noche jodida.
Iba a ser inútil intentar salir
del bajón. Me levanté del colchón y sentí un mareo. Me apoyé en la pared y mi
estómago empezó a agitarse por sí mismo, tenía ganas de vomitar, las piernas y
los brazos me temblaban, me sentía frágil y patético, como un insecto, ¿de
dónde coño salía ese extraño sabor en mi boca?, mi cabeza pesaba doscientos
kilos, todos mis músculos se resistían a obedecerme, me dolía la espalda y aún
me duraba la taquicardia. Me arrastré, sin perder el contacto con la pared,
hasta el cuarto de baño. Joder... Una vez dentro descubrí que había llegado a
casa potando. Estaba todo lleno de mis entrañas, directamente desperdigadas por
el suelo y el lavabo. Puto domingo...
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